
El Consejo de Administración, como órgano colegiado de decisión y supervisión, está generalmente compuesto por perfiles de alto rendimiento, experiencia y reconocimiento profesional. En ese entorno, donde conviven trayectorias sobresalientes y personalidades fuertes, la gestión del ego se convierte en un factor determinante para el buen funcionamiento del órgano de administración. Lejos de ser una cuestión anecdótica o emocional, se trata de un aspecto crítico que impacta directamente en la calidad del debate, en la solidez de las decisiones y, en última instancia, en la creación de valor sostenible para la compañía.
Desde mi experiencia como asesor de numerosos Consejos de Administración, tanto en compañías cotizadas como en empresas familiares e instituciones financieras internacionales, he comprobado que una de las claves del Buen Gobierno reside precisamente en la gestión inteligente de la influencia. La diferencia entre un Consejo que toma decisiones relevantes, alineadas y sostenibles, y otro atrapado en dinámicas estériles, suele estar más vinculada a las relaciones personales y a los equilibrios de poder que al nivel técnico de sus miembros.
El ego mal gestionado puede manifestarse de muchas formas: desde la necesidad de reafirmación constante hasta el rechazo sistemático de ideas ajenas o la apropiación indebida de logros colectivos. Estas dinámicas, si no se abordan con inteligencia y anticipación, distorsionan las relaciones dentro del Consejo, dificultan la construcción de consensos y erosionan la confianza mutua. En cambio, cuando los Consejeros son capaces de reconocer y modular su influencia, dejando espacio para la escucha activa, la reflexión conjunta y el cuestionamiento constructivo, se genera un entorno propicio para decisiones más maduras, más objetivas y mejor alineadas con el propósito de la organización.
El papel del Presidente es especialmente relevante en este ámbito. Su capacidad para equilibrar las voces en la sala, para fomentar la participación sin que ello derive en protagonismos, y para reconducir egos hacia un sentido de responsabilidad colectiva, marca la diferencia entre un Consejo meramente formal y otro verdaderamente eficaz. La influencia, en este contexto, no debe ser entendida como dominio ni como liderazgo unipersonal, sino como una herramienta al servicio del bien común, que se ejerce con discreción, generosidad y visión de largo plazo.
La eficiencia del Consejo no se alcanza únicamente mediante normas, calendarios o procedimientos. También depende de la madurez emocional de sus miembros, de su disposición al diálogo y de su humildad intelectual. Gestionar el ego no es renunciar a la personalidad ni a la ambición legítima, sino encauzarlas hacia un Sistema de Gobierno Corporativo más sólido, más inclusivo y, por tanto, de más valor. Porque cuando el ego se convierte en servidor del propósito y no en protagonista de la escena, el Consejo deja de ser un grupo de individuos brillantes y se transforma en un equipo de gobierno verdaderamente estratégico.
