El disenso con propósito, o el arte de decir lo que otros callan.

Un Consejo donde nunca hay desacuerdo probablemente no esté cumpliendo su función. La ausencia de conflicto no es sinónimo de eficacia, sino un indicio de complacencia, pensamiento grupal o falta de libertad real para opinar. La discrepancia bien gestionada no solo mejora la calidad de las decisiones, sino que es una de las principales fuentes de valor estratégico en los Sistemas de Gobierno Corporativo.

En los Consejos de Administración más eficaces, el valor no se genera únicamente por la suma de trayectorias brillantes o la profundidad técnica de sus miembros, sino en la manera en que se confrontan ideas, se desafían supuestos y se construyen decisiones colectivas desde la diferencia. Discrepar con elegancia y gestionar ese disenso con inteligencia, es una competencia esencial para cualquier órgano de gobierno que aspire a ser relevante en el entorno actual.

Discrepar no significa dividir. Por el contrario, es un signo de compromiso. Los Consejeros que ejercen su rol con responsabilidad fiduciaria no están llamados a asentir pasivamente, sino a aportar puntos de vista propios, incluso cuando son transgresores o incomodan. Lo contrario al conflicto no es el consenso, sino el conformismo. Y este último, aunque más silencioso, es mucho más peligroso para la sostenibilidad de una empresa. La unanimidad constante suele ser síntoma de una conversación empobrecida, no de un Consejo eficaz.

Ahora bien, no todo disenso genera valor. Cuando la discrepancia se ejerce de forma personalista, sin preparación o con fines de confrontación, puede provocar bloqueos en la toma de decisiones, desviar la atención de los temas estratégicos o deteriorar la confianza entre los miembros. En los Consejos donde no se ha establecido un marco claro para el debate, la diferencia de opiniones puede derivar en dinámicas tóxicas, luchas de poder o desgaste institucional.

El pensamiento independiente necesita protección. Uno de los riesgos más frecuentes en los órganos colegiados es la tendencia al pensamiento de grupo, ese impulso inconsciente que lleva a evitar el conflicto para mantener una ilusión de armonía. Este sesgo limita la creatividad, reduce la capacidad de anticipación y debilita el juicio crítico. Un Consejo que busca ser verdaderamente independiente y estratégico, debe garantizar que sus miembros puedan expresar sus opiniones con libertad, sin temor a ser descalificados o ignorados.

El Presidente del Consejo tiene un rol esencial en este equilibrio. Es él quien debe asegurar que el disenso se dé en un marco de respeto mutuo y orientación al bien común. Su liderazgo se refleja no solo en la gestión de los acuerdos, sino en cómo acoge las diferencias, cómo modera los intercambios y cómo protege la legitimidad de las opiniones minoritarias. Un presidente que busca solo la unanimidad pierde oportunidades valiosas de enriquecer el debate. En cambio, aquel que estimula la participación plural y protege el derecho a disentir, potencia el valor colectivo del Consejo.

Construir una cultura de discusión productiva exige rigor y método. Requiere una preparación exigente de los temas a tratar, de forma que las opiniones estén basadas en datos y análisis. Implica también asegurar una diversidad real de perfiles, experiencias y estilos de pensamiento. Algunos Consejos incorporan de forma deliberada momentos para que un miembro ejerza el papel de “abogado del diablo”, cuestionando las propuestas dominantes para fortalecerlas. Y no es menos importante el tono: discrepar con elegancia no es suavizar el fondo del mensaje, sino cuidar las formas, respetar a las personas y orientar siempre la crítica hacia la mejora de las decisiones.

El Consejo debe ser, en definitiva, un espacio donde se fomente la fricción positiva, esa que hace que las ideas se pulan, se fortalezcan y se lleven a un nivel superior. Un lugar donde la discrepancia no sea vista como un problema, sino como una contribución al proceso deliberativo. Las mejores decisiones rara vez surgen de la unanimidad espontánea; suelen ser el resultado de conversaciones difíciles, bien conducidas y profundamente honestas.

Los Consejos de Administración no pueden permitirse el lujo del asentimiento automático. Necesitan convertirse en verdaderos laboratorios de pensamiento, donde se escuchen todas las voces, se enfrenten las ideas y se alcance una visión compartida desde el contraste. El valor de un Consejo no se mide solo por lo que decide, sino por la calidad del debate que lo precede.

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