
El Consejo de Administración debe ser, por definición, un espacio de claridad: claridad en el propósito, en las prioridades y en el proceso de toma de decisiones. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, lo que debería ser una instancia de gobierno ágil y estratégica se ve interferida por dinámicas improductivas que erosionan su eficacia. Es lo que podríamos denominar “ruido en el Consejo”: ese conjunto de interferencias sutiles pero persistentes que desvían la atención, consumen tiempo y atentan contra la eficiencia del Consejo.
Este ruido adopta múltiples formas. La primera, cada vez más frecuente, es el exceso de información: informes extensos, documentación mal priorizada o métricas sin contexto, que en lugar de facilitar el proceso de toma de decisiones, saturan el análisis. En consecuencia, el Consejo pierde tiempo en entender la forma en lugar de debatir el fondo.
Otro síntoma habitual son las intervenciones anecdóticas. Casos particulares, episodios recientes o vivencias individuales se convierten en el eje del debate, desplazando la mirada estructural y desdibujando el foco estratégico. Este tipo de dinámicas, cuando se repiten, reflejan la falta de una agenda clara o una preparación insuficiente por parte de los consejeros.
El desorden en la agenda también es una señal inequívoca de disfunción. Cuando los temas urgentes desplazan sistemáticamente el orden de la agenda, cuando no se reserva espacio real para la discusión estratégica o cuando las reuniones derivan en una suma de asuntos operativos, el Consejo se convierte en un Comité de Dirección ampliado, y pierde su capacidad de anticipación y supervisión.
Por último, el ruido más peligroso es el que proviene de los personalismos, que aparece cuando el interés individual, la necesidad de protagonismo o las tensiones no resueltas interfieren en la deliberación colectiva. Estas dinámicas contaminan la cultura del Consejo, erosionan la confianza entre sus miembros y restan legitimidad a sus decisiones.
Gestionar el ruido requiere primero reconocerlo. Identificar los síntomas de disfunción no es una señal de debilidad, sino una muestra de madurez institucional. A partir de ese estadio, es necesario actuar sobre los tres niveles clave: la preparación (calidad de los materiales, orden de los temas, claridad en los objetivos de cada punto), la moderación (el papel del Presidente o del Consejero Coordinador como facilitador del foco y del tono) y la evaluación (medición periódica del funcionamiento del Consejo, incluyendo mecanismos de mejora continua).
El verdadero gobierno estratégico no depende solo del talento de sus miembros, sino de su capacidad para reducir el ruido, priorizar lo esencial y deliberar con propósito. Porque cuando el Consejo deja de oír con nitidez lo importante, reacciona y gestiona, pero deja de guiar.
