La silla incómoda

En todo consejo de administración existe un lugar especial, una silla distinta a las demás. Es la silla incómoda. No lo es por su diseño ni por su posición en la mesa, sino porque, quien se sienta en ella, asume la responsabilidad de decir lo que otros prefieren callar. Ese consejero es el que formula preguntas difíciles, el que cuestiona supuestos, el que recuerda riesgos en medio de la euforia o advierte de límites cuando todo parece posible. Es, en definitiva, el que asume que el deber fiduciario hacia la compañía está por encima de la conveniencia personal.

La existencia de la silla incómoda, es un signo de madurez de un consejo. No se trata de un papel secundario, sino de una función crítica para garantizar la calidad del Sistema de Gobierno Corporativo. Allí donde nadie incomoda, la complacencia se instala fácilmente. Y la complacencia, tarde o temprano, abre la puerta a errores estratégicos, a desequilibrios de poder, a crisis que pudieron haberse evitado. El consejero incómodo ayuda a mantener la tensión positiva que sostiene las decisiones sólidas, y se convierte en un antídoto contra los ángulos ciegos que todo equipo directivo y todo consejo acumula.

Ahora bien, la frontera entre ser un consejero incómodo y convertirse en el “enemigo” es fina. No se trata de llevar la contraria por sistema ni de proyectar un protagonismo personal a costa del órgano colegiado. La diferencia está en la intención y en la forma. Un consejero que incomoda con propósito no busca vencer en una discusión, sino iluminar aspectos que requieren más reflexión. No destruye, sino que abre espacio a nuevas perspectivas. Su incomodidad no nace de la fricción gratuita, sino de la convicción de que cuestionar a tiempo fortalece a la compañía.

El perfil de quien ocupa la silla incómoda suele tener características muy particulares. Son consejeros conindependencia de criterio y, normalmente, con trayectorias profesionales que les han enseñado a lidiar con la incertidumbre, la complejidad y las decisiones difíciles. No temen la presión social dentro del consejo ni la posibilidad de quedar aislados en un debate, porque entienden que su rol no es ser populares, sino ser útiles. A menudo son personas con una fuerte ética profesional, capaces de sostener una posición, aunque no sea la mayoritaria, y con la experiencia suficiente para plantear argumentos con serenidad, sin caer en la provocación.

Al mismo tiempo, son consejeros que dominan el arte de la influencia indirecta. Saben cuándo hablar y cuándo callar, cuándo abrir una discusión y cuándo dejar que la evidencia hable por sí sola. Manejan bien los tiempos, cuidan el tono y son conscientes de que la forma de plantear una cuestión es tan importante como la cuestión en sí. No buscan tener razón a toda costa, sino que el Consejo tome la mejor decisión posible. Y, sobre todo, entienden que la legitimidad de su incomodidad proviene de la coherencia: sus preguntas, sus advertencias y sus dudas están siempre alineadas con el interés superior de la compañía y nunca con una agenda personal.

La silla incómoda exige, además, un equilibrio difícil pero esencial: plantear dudas dentro de la sala y, al mismo tiempo, sostener la unidad del consejo hacia fuera. La lealtad al órgano colegiado no significa uniformidad de pensamiento, sino responsabilidad compartida. Un consejero que incomoda en la mesa, pero respalda después las decisiones del Consejo, transmite profesionalidad y compromiso, y refuerza la confianza de todos en el Sistema de Gobierno Corporativo.

Quien logra ocupar la silla incómoda con valentía, rigor y respeto se convierte en un aliado indispensable para el éxito sostenible de la organización. Su autoridad moral no proviene de callar para caer bien, sino de atreverse a señalar lo que nadie más se atreve a decir, siempre con el objetivo de servir a la compañía y a sus accionistas. Asumir esa silla no es un lujo ni una extravagancia. Es, sencillamente, una responsabilidad.

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