La Inteligencia Artificial ya se sienta en el Consejo

Durante décadas, el papel del Consejo de Administración ha estado centrado en las obligaciones indelegables del Consejo, que son resumidamente, aprobar la estrategia, supervisar al primer ejecutivo y garantizar la continuidad y el gobierno de la empresa. Sin embargo, la irrupción de la Inteligencia Artificial está comenzando a transformar profundamente la forma en que los Consejos ejercen estas funciones.

Lejos de ser una herramienta operativa más, la Inteligencia Artificial se ha convertido en un nuevo instrumento de impacto para el Sistema de Gobierno Corporativo de la empresa. Su impacto ya se percibe en ámbitos esenciales como la gestión del riesgo, la calidad de los debates y  las decisiones, y la eficiencia del propio funcionamiento del Consejo.

La primera gran transformación se produce en la forma de anticipar los riesgos. La velocidad de los cambios económicos, regulatorios y tecnológicos desborda los mecanismos tradicionales de supervisión. La IA permite analizar millones de datos en tiempo real y detectar señales tempranas que antes pasaban inadvertidas. Esto no sustituye el juicio humano, pero sí permite que los Consejos adopten una mirada más dinámica, predictiva y estratégica. Imaginemos un panel de control que muestra alertas de ciberseguridad, sostenibilidad o reputación antes de que se materialicen en un problema. El reto ya no es acceder a la información, sino interpretarla con criterio y responsabilidad. La IA no sustituye la prudencia, la multiplica.

La segunda transformación afecta directamente a la calidad de las decisiones. Hasta ahora, las deliberaciones del Consejo se basaban en información estática: informes cerrados, presentaciones resumidas y previsiones condicionadas. La Inteligencia Artificial introduce una nueva dinámica, generando escenarios alternativos, simulaciones y contrastes que permiten a los consejeros cuestionar sus propios supuestos. Este potencial exige nuevas competencias. Los consejeros deben comprender cómo funcionan los modelos, cuáles son sus sesgos y hasta qué punto las recomendaciones son interpretables. El futuro del gobierno corporativo combinará intuición y análisis aumentados, en una alianza entre la experiencia humana y la inteligencia algorítmica.

El tercer ámbito de transformación tiene que ver con la eficiencia de las dinámicas internas del Consejo. Herramientas basadas en IA permiten automatizar la clasificación de documentación, sintetizar informes financieros o detectar inconsistencias en reportes ESG. Este tipo de soluciones libera tiempo y energía para lo esencial: pensar, debatir y decidir. Un Consejo más ágil no es necesariamente un Consejo más tecnológico, sino uno más centrado en su propósito. La tecnología, bien integrada, no deshumaniza, sino que devuelve espacio a la reflexión colectiva y al pensamiento estratégico.

Todo ello plantea un nuevo desafío: la gobernanza de la propia Inteligencia Artificial. Numerosos Consejos aún no se sienten preparados para supervisar el uso estratégico y ético de estas tecnologías, pero la responsabilidad ya está sobre la mesa. La IA debe formar parte de los Sistemas de Gobierno Corporativo, de las comisiones de riesgos o de auditoría, de las políticas internas y de la formación de los consejeros y directivos. Gobernar la IA no implica entender su complejidad técnica, sino asegurar que su uso esté alineado con el propósito, los valores y el interés a largo plazo de la organización.

A esta dimensión se suma los dilemas éticos que la IA introduce en la toma de decisiones y en la rendición de cuentas. La responsabilidad, la transparencia y el impacto social del uso de algoritmos en el Sistema de Gobierno Corporativo merecen un análisis propio, que abordaré en un próximo artículo.

La Inteligencia Artificial no es solo un desafío, sino una oportunidad para reforzar la legitimidad y la relevancia de los Consejos. Aquellos Consejos que aprendan a integrarla con criterio y ética fortalecerán su capacidad de anticipación, de transparencia y de creación de valor sostenible.

Los Consejos del futuro no serán los que mejor conozcan la tecnología, sino los que sepan convertir la información en sabiduría, y la innovación en confianza. La Inteligencia Artificial ofrece una oportunidad única para replantearnos cómo decidimos, cómo supervisamos y, sobre todo, cómo servimos al propósito de las organizaciones que gobernamos. El reto ya no es adaptarse a la IA, sino liderar con ella.

La silla incómoda

En todo consejo de administración existe un lugar especial, una silla distinta a las demás. Es la silla incómoda. No lo es por su diseño ni por su posición en la mesa, sino porque, quien se sienta en ella, asume la responsabilidad de decir lo que otros prefieren callar. Ese consejero es el que formula preguntas difíciles, el que cuestiona supuestos, el que recuerda riesgos en medio de la euforia o advierte de límites cuando todo parece posible. Es, en definitiva, el que asume que el deber fiduciario hacia la compañía está por encima de la conveniencia personal.

La existencia de la silla incómoda, es un signo de madurez de un consejo. No se trata de un papel secundario, sino de una función crítica para garantizar la calidad del Sistema de Gobierno Corporativo. Allí donde nadie incomoda, la complacencia se instala fácilmente. Y la complacencia, tarde o temprano, abre la puerta a errores estratégicos, a desequilibrios de poder, a crisis que pudieron haberse evitado. El consejero incómodo ayuda a mantener la tensión positiva que sostiene las decisiones sólidas, y se convierte en un antídoto contra los ángulos ciegos que todo equipo directivo y todo consejo acumula.

Ahora bien, la frontera entre ser un consejero incómodo y convertirse en el “enemigo” es fina. No se trata de llevar la contraria por sistema ni de proyectar un protagonismo personal a costa del órgano colegiado. La diferencia está en la intención y en la forma. Un consejero que incomoda con propósito no busca vencer en una discusión, sino iluminar aspectos que requieren más reflexión. No destruye, sino que abre espacio a nuevas perspectivas. Su incomodidad no nace de la fricción gratuita, sino de la convicción de que cuestionar a tiempo fortalece a la compañía.

El perfil de quien ocupa la silla incómoda suele tener características muy particulares. Son consejeros conindependencia de criterio y, normalmente, con trayectorias profesionales que les han enseñado a lidiar con la incertidumbre, la complejidad y las decisiones difíciles. No temen la presión social dentro del consejo ni la posibilidad de quedar aislados en un debate, porque entienden que su rol no es ser populares, sino ser útiles. A menudo son personas con una fuerte ética profesional, capaces de sostener una posición, aunque no sea la mayoritaria, y con la experiencia suficiente para plantear argumentos con serenidad, sin caer en la provocación.

Al mismo tiempo, son consejeros que dominan el arte de la influencia indirecta. Saben cuándo hablar y cuándo callar, cuándo abrir una discusión y cuándo dejar que la evidencia hable por sí sola. Manejan bien los tiempos, cuidan el tono y son conscientes de que la forma de plantear una cuestión es tan importante como la cuestión en sí. No buscan tener razón a toda costa, sino que el Consejo tome la mejor decisión posible. Y, sobre todo, entienden que la legitimidad de su incomodidad proviene de la coherencia: sus preguntas, sus advertencias y sus dudas están siempre alineadas con el interés superior de la compañía y nunca con una agenda personal.

La silla incómoda exige, además, un equilibrio difícil pero esencial: plantear dudas dentro de la sala y, al mismo tiempo, sostener la unidad del consejo hacia fuera. La lealtad al órgano colegiado no significa uniformidad de pensamiento, sino responsabilidad compartida. Un consejero que incomoda en la mesa, pero respalda después las decisiones del Consejo, transmite profesionalidad y compromiso, y refuerza la confianza de todos en el Sistema de Gobierno Corporativo.

Quien logra ocupar la silla incómoda con valentía, rigor y respeto se convierte en un aliado indispensable para el éxito sostenible de la organización. Su autoridad moral no proviene de callar para caer bien, sino de atreverse a señalar lo que nadie más se atreve a decir, siempre con el objetivo de servir a la compañía y a sus accionistas. Asumir esa silla no es un lujo ni una extravagancia. Es, sencillamente, una responsabilidad.

En Private Equity, el Alpha se decide en la sala del Consejo

En el sector del private equity, la creación de Alpha, conseguir retornos superiores a los índices de referencia, se ha convertido en un objetivo cada vez más complejo. La sofisticación de las estructuras financieras y las mejoras operativas ya no bastan por sí solas para garantizar ventajas sostenibles. En este contexto, el sistema de gobierno corporativo emerge como un factor clave, capaz de marcar la diferencia entre inversiones que cumplen su tesis y aquellas que la superan.

Un consejo de administración alineado, con roles claros, dinámicas sólidas y una supervisión efectiva, actúa como catalizador de la estrategia. Sin embargo, la práctica demuestra que numerosas compañías participadas presentan brechas de gobierno corporativo que, de no detectarse a tiempo, terminan erosionando valor, como son los casos de presidentes sobrecargados, agendas que no priorizan lo esencial, o Troikas (Presidente–CEO–Inversor) sin la cohesión necesaria.

La diferencia reside en medir lo que hasta ahora era intangible. Al igual que los indicadores financieros permiten anticipar resultados, la evaluación periódica del sistema de gobierno corporativo ofrece señales tempranas sobre la capacidad real de ejecución, la alineación estratégica y la calidad del liderazgo.

En nuestra experiencia evaluando consejos de portfolio companies, los datos sobre el impacto de la evaluación en la generación de Alpha son evidentes:

  • Los consejos mejor evaluados duplican la probabilidad de alcanzar hitos de creación de valor, ya sea en fases de transformación inicial, optimización intermedia o preparación para la salida.
  • La alineación efectiva de la Troika incrementa en más de un 30% la confianza en la ejecución, generando mayor tracción en iniciativas críticas.
  • Las evaluaciones sistemáticas permiten anticipar desajustes de gobernanza hasta 12 meses antes de que aparezcan en los estados financieros, facilitando una intervención temprana.
  • La revisión estructural de los consejos ajustando tamaño, composición o dinámicas, se traduce en decisiones más ágiles y en una rendición de cuentas más clara.

No existe una fórmula universal para conseguir un consejo de éxito en portfolio companies. Lo que resulta eficaz en un turnaround puede no serlo en una fase de crecimiento acelerado. Por ello, el verdadero valor está en definir, a través de evaluaciones objetivas y datos comparativos, qué significa alto rendimiento para cada fondo y cada portfolio company.

La construcción de un sistema de métricas en el sistema de gobierno corporativo permite identificar patrones que correlacionan con éxito, anticipar riesgos y evolucionar el modelo de gobierno en función del contexto estratégico. Se trata, en definitiva, de convertir el gobierno corporativo en un activo gestionable y repetible, en lugar de un mero requisito de cumplimiento.

El sistema de gobierno corporativo evaluado con rigor y datos fiables es un auténtico motor de valor. El private equity no solo invierte en estructuras de capital y operaciones. Invierte en liderazgo, en dinámicas de consejo y en la capacidad de liderar con visión y eficacia.

Aquellos fondos que integran la evaluación de la gobernanza en el corazón de su estrategia logran no solo mayor resiliencia, sino también la confianza reforzada de limited partners, coinversores y equipos directivos. En definitiva, la evaluación del sistema de gobierno corporativo no es un ejercicio de control, sino una fuente recurrente de generación de Alpha.

Estrategia brillante, ejecución fallida. El precio de ignorar el talento en el Consejo.

En mi actividad profesional, tengo la oportunidad de trabajar con numerosos Consejos de Administración, tanto en compañías familiares como cotizadas, en distintos sectores y geografías, tanto en España como a nivel internacional. La mayoría de ellos dedica un tiempo riguroso y bien estructurado a debatir la estrategia, a la definición de sus umbrales de riesgo, a revisar indicadores clave de desempeño o a la formulación de cuentas. Este esfuerzo está alineado con las mejores Prácticas de Buen Gobierno Corporativo, y refleja un compromiso real del Consejo con el futuro de cada organización. 

Sin embargo, en ese mismo contexto, observo con frecuencia la ausencia de un debate profundo y continuado sobre el talento, más allá de la mera supervisión del CEO. Es como si se diera por sentado que las capacidades necesarias para la ejecución de la estrategia están permanentemente disponibles, o surgirán por inercia. Pero esa presunción no solo es ingenua. Es a mi juicio, de alto riesgo.

El verdadero elemento diferenciador no está solo en un Plan Estratégico brillante, sino en contar con el talento adecuado para hacerlo realidad. El talento en su sentido más amplio, incluyendo dimensiones como el liderazgo, las capacidades técnicas, las competencias organizativas, la experiencia, la madurez directiva o la cultura corporativa, no puede ser tratado como una cuestión táctica, relegada a una mera responsabilidad de las áreas de recursos humanos, o a un punto marginal en la agenda del Consejo.

Diseñar un Plan Estratégico ambicioso, sin validar si existen las capacidades para llevarlo a cabo con éxito y de forma eficiente, es un error del Sistema de Gobierno Corporativo. Cuando se plantean transformaciones profundas, relacionadas con áreas como las de digital, operaciones, cultura o de modelo de negocio, ¿quién va a liderarlas? ¿Qué equipos tienen la experiencia y el criterio para tomar decisiones críticas en momentos de tensión? ¿Está la organización preparada para cambiar al ritmo que exige el reto y el entorno? En numerosas ocasiones, estas preguntas quedan fuera de la sala del Consejo, si bien sus respuestas determinan el éxito o el fracaso del Plan Estratégico, tan hábilmente diseñado, debatido y aprobado por el Órgano de Administración.

Integrar el talento en el debate del Consejo no significa entrar en la gestión operativa de personas, sino abordar de forma estratégica si la compañía dispone de los líderes adecuados, si hay un plan de sucesión sólido, si la cultura es coherente con los objetivos futuros, y si los sistemas de desarrollo y atracción de talento están alineados con el rumbo que la compañía quiere tomar. Esta conversación no puede limitarse a momentos puntuales, como una crisis de liderazgo o una revisión anual del desempeño. Debe estar presente, de forma estructural y recurrente, en la reflexión estratégica del Consejo.

En definitiva, el Consejo no puede seguir viendo el talento como un “asunto interno” de la dirección. Su mandato es, entre otros, garantizar el futuro sostenible de la compañía, y para ello, debe involucrarse activamente en asegurar que las personas, los equipos y la cultura están en condiciones de llevar ese futuro a cabo. 

Lo que es un hecho cierto es que, sin talento, no hay estrategia posible. Ejemplos, sobran…

Pausas que fortalecen al Consejo

En el ámbito del buen gobierno corporativo, la calidad de las decisiones tomadas por un Consejo de Administración no depende únicamente de la información disponible o del talento individual de sus miembros, sino también del proceso mediante el cual se adoptan. En este contexto, la capacidad de hacer una pausa deliberada cobra una relevancia estratégica, especialmente en situaciones de tensión, incertidumbre o conflicto. La pausa, bien entendida, se convierte en una práctica en las dinámicas del Consejo que fortalece la función supervisora del Órgano de Administración.

La pausa no debe interpretarse como una muestra de debilidad o indecisión, sino como una herramienta de liderazgo consciente. Permite a los consejeros tomar distancia emocional, recuperar perspectiva y evitar respuestas reactivas que, en entornos complejos, pueden derivar en decisiones apresuradas o mal calibradas. En los Consejos más eficaces, la pausa no es improvisada, sino incorporada de forma natural en la cultura del Órgano de Administración. De hecho, algunos presidentes con experiencia, reservan de forma explícita momentos de reflexión durante sesiones críticas, conscientes de que no todo se resuelve por aceleración.

En momentos de dificultad, como pueden ser una crisis reputacional, un conflicto entre accionistas, una amenaza legal significativa o una transición inesperada en la alta dirección, la pausa puede convertirse en el elemento que diferencia una respuesta impulsiva de una estrategia bien articulada. Al suspender la dinámica habitual de deliberación, el Consejo se otorga un espacio de calidad para reorganizar ideas, verificar supuestos, revisar escenarios y alinear criterios antes de avanzar. Esta práctica contribuye a que las decisiones no solo sean acertadas, sino también sostenibles en el tiempo.

Desde el punto de vista de la dinámica de grupo, la pausa cumple una función de higiene emocional. Ayuda a descomprimir tensiones, reduce la polarización y mejora la escucha activa entre los miembros del Consejo. En ocasiones, lo que un consejero no logra expresar en medio de un debate encendido, puede surgir con más claridad tras un breve espacio de silencio o de reflexión individual. La pausa bien gestionada no interrumpe el flujo, sino que lo encauza. No se trata simplemente de detener la conversación, sino de generar las condiciones para retomarla con mayor claridad, respeto y eficacia.

Asimismo, la pausa permite incorporar otras voces al proceso. Puede dar lugar a consultas externas, a la búsqueda de una opinión especializada o al análisis de nuevas evidencias. En muchas ocasiones, posponer una decisión para contar con una visión más completa, es una muestra de responsabilidad y no una dilación innecesaria. En el caso de los Consejos de grupos familiares o empresas no cotizadas, donde las emociones y las relaciones personales pueden interferir con lo racional, esta práctica adquiere aún mayor valor.

Adicionalmente, la pausa cumple una función ética. Permite que el Órgano colegiado recupere su rol fiduciario y actúe desde el interés superior de la compañía, por encima de intereses personales, presiones del entorno o dinámicas internas poco saludables. Es en ese espacio suspendido donde a menudo emergen las preguntas correctas, aquellas que invitan a considerar no solo lo que se puede hacer, sino lo que se debe hacer. La pausa devuelve al Consejo su condición de garante del propósito empresarial y de la sostenibilidad de las decisiones.

En definitiva, introducir pausas estratégicas en las deliberaciones del Consejo no es una muestra de pasividad, sino de inteligencia institucional. Un Sistema de Buen Gobierno no se construye únicamente con información y debate, sino también con silencios bien utilizados, tiempos bien gestionados y decisiones tomadas con plena conciencia de su impacto a largo plazo. Una pausa a tiempo, puede ser para un Consejo uno de los actos más decisivos que puede ejercer.

Lo que los Consejos de Administración pueden aprender de Ingvar Kamprad

The Testament of a Furniture Dealer, escrito por Ingvar Kamprad en los años setenta, sigue siendo hoy una fuente inagotable de inspiración. Lo que en apariencia era una guía interna para IKEA, es en realidad una declaración de principios aplicable a cualquier organización que aspire a generar impacto duradero. También, y muy especialmente, para los Consejos de Administración.

Kamprad tenía una convicción sencilla y poderosa: crear una mejor vida cotidiana para la mayoría de las personas. Esta vocación de servicio, profundamente social, está en la base de todo el modelo IKEA. En un contexto en el que los órganos de gobierno revisan su papel frente al propósito corporativo, la sostenibilidad y los grupos de interés, la claridad de esta visión nos interpela. ¿Está el propósito de la compañía presente en las decisiones del Consejo? ¿O ha quedado diluido entre indicadores, comités y formalidades?

Una de las señas de identidad del pensamiento de Kamprad es la frugalidad. No como una mera preferencia económica, sino como una filosofía de respeto por los recursos. En su visión, gastar más de lo necesario es un error de diseño, una forma de ineficiencia moral. Esta idea, trasladada al Consejo, invita a reflexionar sobre la eficacia real de nuestras estructuras de gobierno corporativo, la calidad del tiempo invertido y la coherencia entre lo que se exige y lo que se ejemplifica desde la cúspide de la organización.

Otro principio clave es la defensa de la simplicidad como virtud organizativa. Kamprad advertía con lucidez sobre los riesgos del exceso de planificación, de las estructuras innecesarias y del culto a los títulos. Para un consejo, esto implica revisar continuamente sus dinámicas de trabajo, evitando caer en la tentación de la complejidad vacía. Gobernar bien no es hacerlo más complicado, sino aportar claridad, dirección y responsabilidad.

En el texto aparece también con fuerza la humildad como valor de liderazgo. Kamprad la define no como sumisión, sino como respeto: hacia los colaboradores, hacia los clientes, y hacia la tarea en sí misma. En el Consejo, esta actitud se traduce en la capacidad de escuchar, reconocer errores, aprender y mantener una postura constructiva incluso en la disensión. El mejor liderazgo no siempre viene de tener todas las respuestas, sino de hacer las preguntas adecuadas y de construir confianza.

Un aspecto especialmente inspirador es su defensa de lo no convencional. “Hacerlo de forma distinta” no es en IKEA una pose, sino una estrategia. El cuestionamiento constante del statu quo forma parte del ADN de la empresa. Para los Consejos de Administración, muchas veces atrapados entre la supervisión del presente y la anticipación del riesgo, esta llamada a la diferencia es también una llamada a la valentía. Innovar en el ámbito del gobierno corporativo es posible y necesario. Ser diferentes, cuando tiene sentido, puede marcar la diferencia.

Por último, Kamprad reivindica la energía de lo inacabado. La sensación de haber llegado es, para él, el principio de la decadencia. Esta idea conecta con la necesidad de que los Consejos se mantengan en movimiento, actualizando su composición, su agenda y su forma de contribuir. El Gobierno Corporativo, como la cultura, no es un estado, sino un proceso. Un trayecto compartido hacia una mejor forma de hacer empresa.

El legado de Kamprad trasciende el negocio del mueble. Su visión nos recuerda que gobernar una empresa es, en el fondo, un ejercicio de responsabilidad personal y colectiva. Los Consejos de Administración que sepan inspirarse en estos principios tendrán mejores herramientas para afrontar los desafíos del presente y, sobre todo, para construir el futuro.

El “ruido” en el Consejo, enemigo invisible del Buen Gobierno.

El Consejo de Administración debe ser, por definición, un espacio de claridad: claridad en el propósito, en las prioridades y en el proceso de toma de decisiones. Sin embargo, en demasiadas ocasiones, lo que debería ser una instancia de gobierno ágil y estratégica se ve interferida por dinámicas improductivas que erosionan su eficacia. Es lo que podríamos denominar “ruido en el Consejo”: ese conjunto de interferencias sutiles pero persistentes que desvían la atención, consumen tiempo y atentan contra la eficiencia del Consejo.

Este ruido adopta múltiples formas. La primera, cada vez más frecuente, es el exceso de información: informes extensos, documentación mal priorizada o métricas sin contexto, que en lugar de facilitar el proceso de toma de decisiones, saturan el análisis. En consecuencia, el Consejo pierde tiempo en entender la forma en lugar de debatir el fondo.

Otro síntoma habitual son las intervenciones anecdóticas. Casos particulares, episodios recientes o vivencias individuales se convierten en el eje del debate, desplazando la mirada estructural y desdibujando el foco estratégico. Este tipo de dinámicas, cuando se repiten, reflejan la falta de una agenda clara o una preparación insuficiente por parte de los consejeros.

El desorden en la agenda también es una señal inequívoca de disfunción. Cuando los temas urgentes desplazan sistemáticamente el orden de la agenda, cuando no se reserva espacio real para la discusión estratégica o cuando las reuniones derivan en una suma de asuntos operativos, el Consejo se convierte en un Comité de Dirección ampliado, y pierde su capacidad de anticipación y supervisión.

Por último, el ruido más peligroso es el que proviene de los personalismos, que aparece cuando el interés individual, la necesidad de protagonismo o las tensiones no resueltas interfieren en la deliberación colectiva. Estas dinámicas contaminan la cultura del Consejo, erosionan la confianza entre sus miembros y restan legitimidad a sus decisiones.

Gestionar el ruido requiere primero reconocerlo. Identificar los síntomas de disfunción no es una señal de debilidad, sino una muestra de madurez institucional. A partir de ese estadio, es necesario actuar sobre los tres niveles clave: la preparación (calidad de los materiales, orden de los temas, claridad en los objetivos de cada punto), la moderación (el papel del Presidente o del Consejero Coordinador como facilitador del foco y del tono) y la evaluación (medición periódica del funcionamiento del Consejo, incluyendo mecanismos de mejora continua).

El verdadero gobierno estratégico no depende solo del talento de sus miembros, sino de su capacidad para reducir el ruido, priorizar lo esencial y deliberar con propósito. Porque cuando el Consejo deja de oír con nitidez lo importante, reacciona y gestiona, pero deja de guiar.

Cuando el Consejo deja de mirar al futuro

Numerosos Consejos de Administración se encuentran atrapados en una dinámica de funcionamiento reactiva, ante la presión del corto plazo y la proliferación de situaciones de incertidumbre. Emergencias operativas, tensiones financieras, crisis reputacionales o cambios regulatorios son atendidos con diligencia, pero a menudo a costa de la visión estratégica. Cuando la excepción se convierte en rutina, el Consejo puede transformarse, sin proponérselo, en un comité de crisis permanente, en una sala de urgencias.

Desde mi experiencia trabajando con numerosos Consejos en distintos sectores, de empresas tanto familiares como cotizadas, puedo afirmar que este deslizamiento hacia la urgencia es más frecuente y profundo de lo que parece. No siempre se manifiesta de forma brusca. A menudo se da en forma de pequeñas cesiones: una agenda sobrecargada con informes operativos, la falta de tiempo para discutir temas estructurales, el aplazamiento de debates estratégicos. Poco a poco, el Consejo abandona su rol como garante del Propósito y del largo plazo, para convertirse en una instancia que simplemente, acompaña o respalda decisiones ya tomadas desde lo inmediato.

El peligro de este cortoplacismo táctico no es solo la pérdida de perspectiva. He visto cómo Consejos que operan en este modo, terminan diluyendo su capacidad de anticipación, descuidando la planificación sucesoria, debilitando la cultura corporativa o tratando la estrategia y la innovación como un tema secundario.

Uno de los efectos más preocupantes, y a menudo invisibles, es el riesgo de que el Comité de Dirección “secuestre” al Consejo en su implementación táctica, buscando su aval. Esta situación se manifiesta cuando la agenda ejecutiva, cargada de urgencias y presiones operativas, impone el ritmo y los temas del Consejo, relegando su papel estratégico a un segundo plano. No se trata de una cuestión de poder, sino de Propósito: cuando el Consejo pierde su independencia de criterio y su capacidad de formular las preguntas difíciles, deja de cumplir con su verdadera función.

Evitar que el Consejo se quede atrapado en lo urgente exige actuar en varias direcciones. Uno de los Principios de Mejores Prácticas de Buen Gobierno Corporativo más eficaces es el de proteger el tiempo del Consejo destinado a debatir la estrategia. Cada sesión del Consejo debe incluir, como regla no negociable, espacios dedicados a cuestiones de largo plazo: modelo de negocio, sostenibilidad, talento, riesgos emergentes, innovación o posicionamiento futuro. No deben dejarse “para cuando sobre tiempo”, porque ese tiempo nunca sobra.

Otra práctica clave es revisar de forma crítica las agendas. Una agenda centrada únicamente en reportes financieros y seguimiento de indicadores operativos, es señal de un Sistema de Gobierno Corporativo desequilibrado. Es responsabilidad del Presidente y del Secretario del Consejo, introducir dinámicas que permitan elevar la conversación, como incluir sesiones monográficas, invitar a expertos externos, o promover debates sobre escenarios a muy largo plazo. La calidad del diálogo en el Consejo depende en gran medida del liderazgo del Presidente del Consejo, y de la calidad de las preguntas que se formulan.

Asimismo, el Consejo debe reforzar su papel como contrapeso estratégico frente a la presión operativa. Esto requiere confianza, pero también firmeza. El equipo directivo debe entender que rendir cuentas no es solo compartir resultados, sino también abrir el foco, someter a escrutinio las decisiones clave y dar espacio al análisis conjunto. En este sentido, promover un estilo de liderazgo que valore la visión compartida y la construcción de Propósito, es una herramienta poderosa para evitar el “secuestro” de la agenda.

También es útil realizar revisiones periódicas del funcionamiento del propio Consejo. El Proceso de Evaluación externa e independiente del Consejo, sus Comisiones y de sus Consejeros, permite identificar dinámicas existentes que debilitan la visión estratégica del Consejo, y desarrollar soluciones para reforzarlas. Algunas preguntas útiles, a modo de reflexión: ¿Cuánto tiempo dedicamos al largo plazo? ¿Cuándo fue la última vez que revisamos nuestro Propósito? ¿Qué temas hemos evitado por su complejidad?

Convertir al Consejo en un espacio de pensamiento estratégico y de largo plazo, más que en una sala de urgencias, es una condición necesaria para que las empresas conserven su relevancia, en un entorno económico y social que cambia de forma tan acelerada. No se trata de elegir entre lo urgente y lo importante, sino de gobernar lo urgente desde una mirada consciente, alineada con el Propósito y la sostenibilidad.

Volver a lo esencial. Volver al futuro.

Gobernar con Alma, liderar con Propósito

El Consejo de Administración ya no puede limitarse a ser guardián de la rentabilidad o un mero supervisor de la gestión. Hoy, más que nunca, se le reclama que sea impulsor de Propósito. No se trata de preguntarse si es posible gobernar con alma sin perder eficacia, es necesario hacerlo. Porque solo las organizaciones que integran de forma genuina su Propósito en la toma de decisiones estratégicas, podrán mantener su legitimidad, atraer a las nuevas generaciones de talento y asegurar su sostenibilidad en el tiempo.

El Propósito, entendido como la razón de ser de la compañía más allá del beneficio económico, es el cimiento sobre el que se construyen la identidad, la coherencia y la estrategia de las organizaciones. No se trata de una declaración inspiradora en la web corporativa, sino de una convicción estratégica que guía las decisiones fundamentales. Un Propósito auténtico conecta a la empresa con su entorno, alinea a sus grupos de interés y ofrece un marco común para actuar en contextos de incertidumbre. Las compañías con un Propósito claro y arraigado muestran una mayor capacidad para atraer talento, innovar de forma significativa y construir relaciones duraderas con clientes, proveedores y comunidades.

Cuando el Consejo adopta el Propósito como eje rector, su función se transforma. Ya no se limita a evaluar indicadores financieros o a aprobar planes estratégicos, sino que asume un rol activo en garantizar que las decisiones de la organización estén alineadas con su razón de ser. Esto no solo refuerza la legitimidad del Consejo, sino que también actúa como catalizador de valor a largo plazo. Estudios recientes demuestran que las empresas guiadas por un propósito sólido y bien gobernado, tienden a superar a sus competidores en métricas clave como crecimiento sostenible, fidelización del cliente y reputación corporativa, lo que supone una creación de valor para todos los stakeholders.

Gobernar con alma implica que el Propósito forme parte estructural de la agenda del Consejo. Exige un cambio de mentalidad: pasar de un modelo centrado exclusivamente en la supervisión financiera, a uno orientado al impacto. Este tránsito requiere valentía, desarrollar nuevas competencias y, sobre todo, una convicción compartida entre sus miembros. Gobernar con Propósito no es lo contrario de gobernar con eficacia, es elevar la eficacia a una nueva dimensión, donde los resultados se miden también por el valor que la empresa genera para la sociedad y para las generaciones futuras.

Los mejores Consejos que conozco son aquellos que han comprendido que el Propósito no es un límite, sino una palanca. Que no se trata de elegir entre alma o rendimiento, sino de entender que el alma bien gobernada multiplica el rendimiento. Son Consejos que se hacen preguntas incómodas, que buscan la coherencia entre lo que la empresa dice, hace y es. Consejos que acompañan, que inspiran y, cuando hace falta, corrigen con firmeza. Y que lo hacen desde la convicción de que el legado más importante que pueden dejar, no son los números de un ejercicio, sino la huella de una cultura que transforma.

En definitiva, es posible y necesario, gobernar con alma, sin perder eficacia. Porque cuando el Propósito está verdaderamente presente en la sala del Consejo, la toma de decisiones se eleva, la estrategia se humaniza y la empresa deja de ser solo un negocio para convertirse en una fuerza de bien. Y ese, precisamente, es el tipo de liderazgo que la sociedad y el mundo empresarial espera de nuestros Presidentes, Consejeros y CEOs más singulares.

El disenso con propósito, o el arte de decir lo que otros callan.

Un Consejo donde nunca hay desacuerdo probablemente no esté cumpliendo su función. La ausencia de conflicto no es sinónimo de eficacia, sino un indicio de complacencia, pensamiento grupal o falta de libertad real para opinar. La discrepancia bien gestionada no solo mejora la calidad de las decisiones, sino que es una de las principales fuentes de valor estratégico en los Sistemas de Gobierno Corporativo.

En los Consejos de Administración más eficaces, el valor no se genera únicamente por la suma de trayectorias brillantes o la profundidad técnica de sus miembros, sino en la manera en que se confrontan ideas, se desafían supuestos y se construyen decisiones colectivas desde la diferencia. Discrepar con elegancia y gestionar ese disenso con inteligencia, es una competencia esencial para cualquier órgano de gobierno que aspire a ser relevante en el entorno actual.

Discrepar no significa dividir. Por el contrario, es un signo de compromiso. Los Consejeros que ejercen su rol con responsabilidad fiduciaria no están llamados a asentir pasivamente, sino a aportar puntos de vista propios, incluso cuando son transgresores o incomodan. Lo contrario al conflicto no es el consenso, sino el conformismo. Y este último, aunque más silencioso, es mucho más peligroso para la sostenibilidad de una empresa. La unanimidad constante suele ser síntoma de una conversación empobrecida, no de un Consejo eficaz.

Ahora bien, no todo disenso genera valor. Cuando la discrepancia se ejerce de forma personalista, sin preparación o con fines de confrontación, puede provocar bloqueos en la toma de decisiones, desviar la atención de los temas estratégicos o deteriorar la confianza entre los miembros. En los Consejos donde no se ha establecido un marco claro para el debate, la diferencia de opiniones puede derivar en dinámicas tóxicas, luchas de poder o desgaste institucional.

El pensamiento independiente necesita protección. Uno de los riesgos más frecuentes en los órganos colegiados es la tendencia al pensamiento de grupo, ese impulso inconsciente que lleva a evitar el conflicto para mantener una ilusión de armonía. Este sesgo limita la creatividad, reduce la capacidad de anticipación y debilita el juicio crítico. Un Consejo que busca ser verdaderamente independiente y estratégico, debe garantizar que sus miembros puedan expresar sus opiniones con libertad, sin temor a ser descalificados o ignorados.

El Presidente del Consejo tiene un rol esencial en este equilibrio. Es él quien debe asegurar que el disenso se dé en un marco de respeto mutuo y orientación al bien común. Su liderazgo se refleja no solo en la gestión de los acuerdos, sino en cómo acoge las diferencias, cómo modera los intercambios y cómo protege la legitimidad de las opiniones minoritarias. Un presidente que busca solo la unanimidad pierde oportunidades valiosas de enriquecer el debate. En cambio, aquel que estimula la participación plural y protege el derecho a disentir, potencia el valor colectivo del Consejo.

Construir una cultura de discusión productiva exige rigor y método. Requiere una preparación exigente de los temas a tratar, de forma que las opiniones estén basadas en datos y análisis. Implica también asegurar una diversidad real de perfiles, experiencias y estilos de pensamiento. Algunos Consejos incorporan de forma deliberada momentos para que un miembro ejerza el papel de “abogado del diablo”, cuestionando las propuestas dominantes para fortalecerlas. Y no es menos importante el tono: discrepar con elegancia no es suavizar el fondo del mensaje, sino cuidar las formas, respetar a las personas y orientar siempre la crítica hacia la mejora de las decisiones.

El Consejo debe ser, en definitiva, un espacio donde se fomente la fricción positiva, esa que hace que las ideas se pulan, se fortalezcan y se lleven a un nivel superior. Un lugar donde la discrepancia no sea vista como un problema, sino como una contribución al proceso deliberativo. Las mejores decisiones rara vez surgen de la unanimidad espontánea; suelen ser el resultado de conversaciones difíciles, bien conducidas y profundamente honestas.

Los Consejos de Administración no pueden permitirse el lujo del asentimiento automático. Necesitan convertirse en verdaderos laboratorios de pensamiento, donde se escuchen todas las voces, se enfrenten las ideas y se alcance una visión compartida desde el contraste. El valor de un Consejo no se mide solo por lo que decide, sino por la calidad del debate que lo precede.